Los
viajes a Maredar fascinaban al sabio elfo Yorir. Solo tenia la
oportunidad – o el deber – de viajar a la gran ciudad una vez al
año. Su tarea era asistir al consejo de sabios y también obtener el
maná más puro de todo el continente Arboral. Más que un viaje
podría decirse que se trataba de una peregrinación. No era el único
sabio que visitaba Maredar para obtener maná o aprender más sobre
su uso. Muchos otros hacían lo mismo que Yorir e incluso más
frecuentemente.
El
maná se podía encontrar en prácticamente cualquier lugar si uno
sabía buscarlo adecuadamente. Los bosques, por ejemplo, eran una
fuente abundante de maná, y también los lagos y algunas zonas del
mar. Pero el lugar optimo para recoger dicha esencia fácilmente era
la cueva que se encontraba en una pequeña isla cercana a la ciudad
de Maredar. Todos la conocían como “La cueva del maná”.
Yorir
era curandero también y recolectaba maná del bosque a diario para
atender a los enfermos. Sin embargo visitar la cueva del maná era
maravilloso para cualquier elfo capaz de relacionarse con la esencia
mágica. Además la ciudad de Maredar estaba repleta de sabios y
curanderos con los que intercambiar conocimientos. El viaje a Maredar
también era para Yorir un viaje de placer. El simple hecho de
abandonar el bosque de Enger por unos días era motivo suficiente
para alegrar la actitud siempre apagada del sabio curandero. No es
que en su pequeña ciudad, construida en lo alto de los arboles, no
tuviera amigos o gente con quien charlar, pero el hecho de cambiar de
aires sentaba especialmente bien al sabio.
El
momento tan esperado llegó, un día soleado de verano, y el sabio
Yorir emprendió su camino con energía. Abandonó el maravilloso y
hermoso bosque de Enger y su dirigió hacia el nordeste. El viaje a
pie a la ciudad de Maredar era interminable, pero por suerte -o por
desgracia – siempre le acompañaba un guardián. Aquella vez le
acompañó Ciris, un joven guardián de pocas palabras pero
agradable. Ciris llevaba con él un gran saco lleno de armaduras y
cuchillos con la intención de que el herrero de Maredar las
reparara.
Tardaron
tres noches y cuatro días en llegar.
Cómo
cada año las grandes puertas azuladas de la ciudad maravillaron al
sabio. Y más aún a Ciris, que nunca antes había visitado la gran
ciudad. El joven guardián se dirigió en busca del herrero de la
ciudad y Yorir asistió al consejo de sabios, situado en una gran
fortaleza rocosa que se adentraba parcialmente en el mar.
El
consejo fue largo y enriquecedor, cómo siempre lo era. Se
debatieron temas entorno al uso del maná y cómo cada año cada
sabio explicó sus experiencias o inquietudes. Un curandero de la
ciudad presentó a los demás un nuevo tipo de hechizo curativo:
consistía en impregnar de maná un tipo especial de alga marina que
al aplicarse en el cuerpo lograba acelerar el proceso de
cicatrización de las heridas. Finalmente se trató la muerte del
sabio de la naturaleza y de los animales y entonaron unas canciones
en su memoria. Era la primera vez que no se encontraba sentado junto
al resto de grandes sabios y, pese a que sus aportaciones eran
escasas y sus intereses diferentes a los del resto, su ausencia era
notoria. A continuación algunos sabios de la estancia se apresuraron
en descalificar a la aprendiz del difunto que ahora ocuparía el
lugar de sabia de la naturaleza y los animales. Hacía años que
conocían a Animaris pero la elfa casi nunca asistía a los consejos.
Aquello enfadaba al resto y sobretodo después de la muerte de su
mentor. Yorir sin embargo empatizaba con Animaris. Los dos eran elfos
que pertenecían a los bosques y muchas veces los problemas o debates
que surgían en el consejo apenas les afectaba. De todas formas el
difunto sabio quería que Animaris fuera su sucesora y nadie podía
revocar dicho deseo.
Cuando
el consejo finalizó – avanzada la noche – Yorir se dirigió
hacia la posada acompañado de otros sabios viajeros. En el acogedor
edificio se encoraba Ciris rodeado de elfas curiosas que se acercaban
a él para escuchar historias sobre el bosque de Enger y la ciudad de
Nobiru. El posadero sirvió vegetales gratuitamente a los sabios
recién llegados y después les ofreció el mejor vino de la ciudad.
Ciris nunca había probado el vino y abandonó a las elfas para
reunirse con el grupo de sabios.
La
mañana del día siguiente fué idónea para embarcarse hacia la isla
del maná ; apenas soplaba viento ; el sol brillaba moderadamente ;
el mar estaba en calma ; y el almuerzo gratuito de la posada fue
espléndido.
Yorir
se encaminó hacia una parte especial del embarcadero dónde solo los
sabios podían acceder. Unas alargadas pero pequeñas embarcaciones
de madera eran el transporte oficial para visitar la cueva del maná.
Un robusto elfo se encargó de remar para llevar a Yorir hacia su
destino.
La
cueva del maná se encontraba en una pequeña isla rocosa castigada
por la erosión. En una pequeña montaña se abría una grita por la
que Yorir se adentró. El elfo que llevaba los remos lo esperó en el
exterior.
El
pasadizo que el sabio recorría era estrecho y cada vez más oscuro.
Yorir sacó una piedra azulada de uno de los múltiples bolsillos de
su túnica blanca ; pronunció unas palabras y la piedra empezó a
brillar para alumbrar el camino. Pronto Yorir llegó a unos pequeños
e irregulares peldaños que descendían poco a poco hacía las
profundidades de la cueva. El sabio bajó poco a poco asegurándose
de no resbalar por aquel suelo húmedo y traidor.
Finalmente
el pasadizo descendiente terminó y Yorir pudo contemplar la hermosa
estatua de la diosa Erfa.
La
luz que la piedra proporcionaba al sabio ya no era necesaria. Yorir
se encontraba en una sala – bastante circular – totalmente
alumbrada por esencias de maná que aparecían de cada rincón. El
agua entraba en aquella estancia y de los charcos que creaba brotaban
grandes cantidades de maná, que a su vez se fusionaban con el
entorno azulado místico. Yorir pasó mucho tiempo paseando por la
cueva asegurándose de recoger con delicadeza la esencia tan
preciada. El sabio curandero utilizó unas piedras especiales que
absorbieron el maná del entorno como si de esponjas se trataran.
Después las guardó en un saco de tela y, no sin antes despedirse de
la diosa Erfa, se dirigió hacia el exterior de nuevo donde el
barquero lo llevo de vuelta hacia la ciudad.
La
visita a la gran ciudad de Maredar estaba a punto de acabar y tanto
Yorir como su acompañante guardián giraron su vista atrás mas de
una vez mientras avanzaban por el camino de regreso a su hogar. Las
murallas de la ciudad azulada cada vez quedaban más lejos.
El
bosque de Enger esperaba su regreso y sobretodo los habitantes de
Nobiru. Pasaría otro año entero antes de que el sabio curandero
tuviera la fortuna de volver a emprender aquel viaje tan enriquecedor
que cada año esperaba con ansia.
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